Plan lector
Por: Félix Londoño G.
¿Por qué? - Publicación del Colegio Canadiense. Año 1. Edición 8. Septiembre de 2006.
Muchos colegios tienen establecido hoy día el programa Plan Lector con el que buscan aumentar el nivel de lectura entre sus estudiantes. Estos planes parten usualmente de un diagnóstico que da cuenta de la capacidad lectora de los alumnos según la edad, o de unos objetivos de lectura usualmente establecidos según los grados en que se encuentra la población objeto del mismo. Hecho el diagnóstico o establecidos los objetivos, se selecciona un conjunto de obras que los estudiantes deberán leer a lo largo del curso. Estas lecturas son sometidas a un proceso de seguimiento y evaluación y en ocasiones están acompañadas de una serie de actividades complementarias con las que se busca ganar a las jóvenes almas visuales e internautas, de la hoy denominada generación net, al mundo tradicional de la lectura, y por qué no, de paso, al de la escritura.
No hace mucho viví una experiencia que me hizo pensar en este asunto del plan lector. Hace varios meses le asignaron a mi hija de 12 años, entre el conjunto de obras de su Plan Lector, a Robinson Crusoe de Daniel Defoe que fuera publicada en el año de 1719. Recuerdo que en mi época de escolar el libro era un clásico apetecido por muchos de los de mi generación. Rescaté la obra del baúl en que guardo con cariño los más preciados tesoros de mi infancia y se lo entregué, mi pecho hinchado de orgullo, mi cara rozagante, entusiasmado con que se repitiera en mi hija aquella experiencia de lectura que de niño me había trastornado. En su mirada pude darme cuenta de que ella hubiera preferido un libro recién comprado a aquel libraco que dejaba ver entre sus hojas las huellas de mi generación. Desde entonces, de manera ocasional y subrepticia, me asomé al libro indagando por el recorrido del separador entre sus hojas. Sintiendo que la lectura no avanzaba la indagué sobre la misma. ¡Es un libro muy aburrido!, fue su respuesta tajante en un par de ocasiones en que conversamos sobre el tema.
El pasado viernes 21 de abril, como parte de una de las actividades complementarias que organiza su colegio con motivo del día del idioma, la acompañé a la feria del libro con la promesa de comprarle el ejemplar que ella escogiera. La selección ya estaba anticipada. ¡Quería un libro de hadas!, y efectivamente lo compró. El Secreto de las Hadas de Gail Carson Levine, pasta dura, papel propalcote, hojas policromadas, y alegremente ilustrado por David Christiana. Sus ojos irradiaban felicidad y en agradecimiento estampó en mi mejilla su beso de amor por los libros. Aquella noche antes de acostarse la dedicó a pasar las hojas deteniéndose cuidadosamente en cada uno de los más ínfimos detalles de sus ilustraciones. El sábado en la mañana comenzó su lectura y de vez en cuando irrumpía emocionada con apartes de la historia. El libro fue literalmente devorado al cerrar la tarde de aquel día, y mientras caía la noche su conversación giró en torno a sus emociones resultado de la aventura recién concluida. No me sorprendería que aquella noche en sus sueños se haya transformado en una de las hadas que habitan el país de Nunca Jamás. Entretanto, nuestro preciado texto de Robinson Crusoe continúo olvidado bajo una montaña de carpetas y cuadernos sobre su escritorio hasta que su lectura se tornó perentoria.
Su inclinación a la lectura, como es natural, es selectiva. Igual que devoró su libro de hadas, en ocasiones ha engullido otros libros y su devaneo oscila mensualmente entre las revistas de Tú y de Rebelde, lo que me hace recordar mi infancia en la que a escondidas me perdía tardes enteras entre las páginas de mis colecciones clandestinas de historietas. No hace mucho vine a enterarme que éste acaso sea un recorrido normal entre quienes se apasionan por la letra escrita, tal como lo elabora Umberto Eco en su reciente novela ilustrada de La misteriosa llama de la reina Loana en la que Yambo, el protagonista, recrea entre el gris lechoso de la niebla sus lecturas de infancia.
Vuelvo al plan lector y me pregunto si, a tono con la hoy tan promulgada flexibilización curricular, no sería mejor abrir el espacio a una lectura libre. ¡Que sean los estudiantes los que decidan que es lo que quieren leer! Cuando más, que se les condicione a un mínimo de páginas por mes o a un listado no muy cerrado de obras, y que cada quien escoja lo que le apetezca. Creo que de esta manera se lograría, además de motivar los estudiantes con la lectura, trabajar en procesos cognitivos como el de las decisiones. Imagino a los estudiantes en la biblioteca escogiendo una obra de su gusto, o imagino al grupo, el día en que el profesor asigna las lecturas, frente a una larga mesa donde, a modo de banquete, se ha dispuesto el buffet de los libros de la temporada. ¡Cada quien que se sirva el que considere ser su pastel favorito! Los imagino especulando sobre las posibles ventajas o desventajas de los materiales allí dispuestos según el tamaño, el tipo de letra, las ilustraciones, los temas, el género del autor, su estilo, el género literario, los comentarios en las contraportadas, en fin considerando las múltiples variables con que se define el destino de un libro. ¿Acaso no nos ocurre lo mismo a nosotros cuando visitamos una librería o una feria del libro con la intención de adquirir un nuevo ejemplar? ¡Los estudiantes deberían poder elegir sus lecturas! En el proceso tendrán que hacer una evaluación de sus múltiples posibilidades, seguramente conversando con su maestro guía sobre los pros y los contra de cada una de de las obras allí dispuestas, y al final tendrán que decidirse y asumir su tarea con empeño. Indudablemente que esto implicará más trabajo para el profesor. El seguimiento de las lecturas será más difícil y la discusión en clase sobre las mismas mucho más compleja, pero bien orientada podrá resultar mucho más entretenida. Se trata en últimas, con la debida asesoría, de que cada quien construya el tejido de su trama de lecturas, enhebrando desde su más temprana infancia el hilo apropiado en el ojal de su motivación por el mundo de los libros.
No hace mucho viví una experiencia que me hizo pensar en este asunto del plan lector. Hace varios meses le asignaron a mi hija de 12 años, entre el conjunto de obras de su Plan Lector, a Robinson Crusoe de Daniel Defoe que fuera publicada en el año de 1719. Recuerdo que en mi época de escolar el libro era un clásico apetecido por muchos de los de mi generación. Rescaté la obra del baúl en que guardo con cariño los más preciados tesoros de mi infancia y se lo entregué, mi pecho hinchado de orgullo, mi cara rozagante, entusiasmado con que se repitiera en mi hija aquella experiencia de lectura que de niño me había trastornado. En su mirada pude darme cuenta de que ella hubiera preferido un libro recién comprado a aquel libraco que dejaba ver entre sus hojas las huellas de mi generación. Desde entonces, de manera ocasional y subrepticia, me asomé al libro indagando por el recorrido del separador entre sus hojas. Sintiendo que la lectura no avanzaba la indagué sobre la misma. ¡Es un libro muy aburrido!, fue su respuesta tajante en un par de ocasiones en que conversamos sobre el tema.
El pasado viernes 21 de abril, como parte de una de las actividades complementarias que organiza su colegio con motivo del día del idioma, la acompañé a la feria del libro con la promesa de comprarle el ejemplar que ella escogiera. La selección ya estaba anticipada. ¡Quería un libro de hadas!, y efectivamente lo compró. El Secreto de las Hadas de Gail Carson Levine, pasta dura, papel propalcote, hojas policromadas, y alegremente ilustrado por David Christiana. Sus ojos irradiaban felicidad y en agradecimiento estampó en mi mejilla su beso de amor por los libros. Aquella noche antes de acostarse la dedicó a pasar las hojas deteniéndose cuidadosamente en cada uno de los más ínfimos detalles de sus ilustraciones. El sábado en la mañana comenzó su lectura y de vez en cuando irrumpía emocionada con apartes de la historia. El libro fue literalmente devorado al cerrar la tarde de aquel día, y mientras caía la noche su conversación giró en torno a sus emociones resultado de la aventura recién concluida. No me sorprendería que aquella noche en sus sueños se haya transformado en una de las hadas que habitan el país de Nunca Jamás. Entretanto, nuestro preciado texto de Robinson Crusoe continúo olvidado bajo una montaña de carpetas y cuadernos sobre su escritorio hasta que su lectura se tornó perentoria.
Su inclinación a la lectura, como es natural, es selectiva. Igual que devoró su libro de hadas, en ocasiones ha engullido otros libros y su devaneo oscila mensualmente entre las revistas de Tú y de Rebelde, lo que me hace recordar mi infancia en la que a escondidas me perdía tardes enteras entre las páginas de mis colecciones clandestinas de historietas. No hace mucho vine a enterarme que éste acaso sea un recorrido normal entre quienes se apasionan por la letra escrita, tal como lo elabora Umberto Eco en su reciente novela ilustrada de La misteriosa llama de la reina Loana en la que Yambo, el protagonista, recrea entre el gris lechoso de la niebla sus lecturas de infancia.
Vuelvo al plan lector y me pregunto si, a tono con la hoy tan promulgada flexibilización curricular, no sería mejor abrir el espacio a una lectura libre. ¡Que sean los estudiantes los que decidan que es lo que quieren leer! Cuando más, que se les condicione a un mínimo de páginas por mes o a un listado no muy cerrado de obras, y que cada quien escoja lo que le apetezca. Creo que de esta manera se lograría, además de motivar los estudiantes con la lectura, trabajar en procesos cognitivos como el de las decisiones. Imagino a los estudiantes en la biblioteca escogiendo una obra de su gusto, o imagino al grupo, el día en que el profesor asigna las lecturas, frente a una larga mesa donde, a modo de banquete, se ha dispuesto el buffet de los libros de la temporada. ¡Cada quien que se sirva el que considere ser su pastel favorito! Los imagino especulando sobre las posibles ventajas o desventajas de los materiales allí dispuestos según el tamaño, el tipo de letra, las ilustraciones, los temas, el género del autor, su estilo, el género literario, los comentarios en las contraportadas, en fin considerando las múltiples variables con que se define el destino de un libro. ¿Acaso no nos ocurre lo mismo a nosotros cuando visitamos una librería o una feria del libro con la intención de adquirir un nuevo ejemplar? ¡Los estudiantes deberían poder elegir sus lecturas! En el proceso tendrán que hacer una evaluación de sus múltiples posibilidades, seguramente conversando con su maestro guía sobre los pros y los contra de cada una de de las obras allí dispuestas, y al final tendrán que decidirse y asumir su tarea con empeño. Indudablemente que esto implicará más trabajo para el profesor. El seguimiento de las lecturas será más difícil y la discusión en clase sobre las mismas mucho más compleja, pero bien orientada podrá resultar mucho más entretenida. Se trata en últimas, con la debida asesoría, de que cada quien construya el tejido de su trama de lecturas, enhebrando desde su más temprana infancia el hilo apropiado en el ojal de su motivación por el mundo de los libros.