Madre Tierra
Madre Tierra
Por: Félix Londoño G.
Por: Félix Londoño G.
(2006, Mayo 14). Cartas al editor. Generación. El Colombiano.
Varias son nuestras madres, tantas como vasta resulta ser nuestra orfandad. Muy cerca de mi piel, muy alerta en mi conciencia umbilical, la madre que me gestó en su útero de 9 meses. Enraizada en nuestro linaje simbólico, tejiendo su urdimbre de heredades, la madre ancestral que llaman Eva. Indescifrable en el término del tiempo, extraviada en lo más profundo del cosmos, la madre que dio origen al mundo, y que algunos llaman Big Bang, y que otros denominan Dios. Muchas otras madres por nombrar, pero ahora pienso en mi madre Tierra, nuestra Pacha Mama, la que aún nos acoge en su calido útero de siglos. De su vientre, el aire y el agua, líquido amniótico en el que por centurias nos hemos acunado y por el que sentimos la más honda nostalgia cuando viajamos más allá de las fronteras de ese fragmento de paisaje en que se han tejido las más íntimas fibras de nuestras vidas.
Tomo conciencia de la fugacidad del tiempo, hilandería paciente en el perenne tejido del cosmos. También a esta madre Tierra le van pesando los siglos, la noto avejentada al detener mis ojos sobre las más visibles huellas de su rostro. Llena de piercings y de arrugas, rascacielos y ciudades, su piel intervenida va perdiendo lozanía. Cuantos vellos arrancados de su dermis, frondosidad de bosques milenarios trastocados en desierto sobre los que se va haciendo visible, en un vago juego de luces y de sombras difuminadas, la irreversible excoriación de su piel. Las aguas de sus ojos, mar de mares, espejos de la vida, empañados con la impureza de sus lágrimas, lluvia ácida diluida en las fronteras del fuego. Los vestidos raídos de su capa de ozono ya no protegen a mi Pacha Mama de los inclementes castigos de su dios. La furia de Zeus, cual égida de sol, descarga sobre su cuerpo, sin piedad, su implacable rayo ultravioleta. Sufre de fiebres, calenturas y escalofríos mi madre Tierra. En una cascada de frío se deshacen los hilos hielo del blanco de su pelo y en espasmos de volcanes, huracanes y tsunamis su cuerpo se atormenta. Ya se asoma, en el indecible color difuminado de sus venas, la esclerosis, induración que va agotando la vitalidad de los que otrora fueran los ríos de su infancia. Su cuerpo de humores vírgenes, socavado hasta sus más hondas entrañas, se va derrumbando al tiempo que extraen sus más íntimas esencias de metales, oro negro, gleba y piedras.
Envejece esta madre de siglos, Madre Tierra, Pacha Mama, al paso que continúa su viaje sideral por el seno del cosmos, en su lecho de enferma, en el carruaje del tiempo, madre de nuestro más cercano sino.
Varias son nuestras madres, tantas como vasta resulta ser nuestra orfandad. Muy cerca de mi piel, muy alerta en mi conciencia umbilical, la madre que me gestó en su útero de 9 meses. Enraizada en nuestro linaje simbólico, tejiendo su urdimbre de heredades, la madre ancestral que llaman Eva. Indescifrable en el término del tiempo, extraviada en lo más profundo del cosmos, la madre que dio origen al mundo, y que algunos llaman Big Bang, y que otros denominan Dios. Muchas otras madres por nombrar, pero ahora pienso en mi madre Tierra, nuestra Pacha Mama, la que aún nos acoge en su calido útero de siglos. De su vientre, el aire y el agua, líquido amniótico en el que por centurias nos hemos acunado y por el que sentimos la más honda nostalgia cuando viajamos más allá de las fronteras de ese fragmento de paisaje en que se han tejido las más íntimas fibras de nuestras vidas.
Tomo conciencia de la fugacidad del tiempo, hilandería paciente en el perenne tejido del cosmos. También a esta madre Tierra le van pesando los siglos, la noto avejentada al detener mis ojos sobre las más visibles huellas de su rostro. Llena de piercings y de arrugas, rascacielos y ciudades, su piel intervenida va perdiendo lozanía. Cuantos vellos arrancados de su dermis, frondosidad de bosques milenarios trastocados en desierto sobre los que se va haciendo visible, en un vago juego de luces y de sombras difuminadas, la irreversible excoriación de su piel. Las aguas de sus ojos, mar de mares, espejos de la vida, empañados con la impureza de sus lágrimas, lluvia ácida diluida en las fronteras del fuego. Los vestidos raídos de su capa de ozono ya no protegen a mi Pacha Mama de los inclementes castigos de su dios. La furia de Zeus, cual égida de sol, descarga sobre su cuerpo, sin piedad, su implacable rayo ultravioleta. Sufre de fiebres, calenturas y escalofríos mi madre Tierra. En una cascada de frío se deshacen los hilos hielo del blanco de su pelo y en espasmos de volcanes, huracanes y tsunamis su cuerpo se atormenta. Ya se asoma, en el indecible color difuminado de sus venas, la esclerosis, induración que va agotando la vitalidad de los que otrora fueran los ríos de su infancia. Su cuerpo de humores vírgenes, socavado hasta sus más hondas entrañas, se va derrumbando al tiempo que extraen sus más íntimas esencias de metales, oro negro, gleba y piedras.
Envejece esta madre de siglos, Madre Tierra, Pacha Mama, al paso que continúa su viaje sideral por el seno del cosmos, en su lecho de enferma, en el carruaje del tiempo, madre de nuestro más cercano sino.