viernes, junio 23, 2006

Madre Tierra

Madre Tierra
Por: Félix Londoño G.
(2006, Mayo 14). Cartas al editor. Generación. El Colombiano.

Varias son nuestras madres, tantas como vasta resulta ser nuestra orfandad. Muy cerca de mi piel, muy alerta en mi conciencia umbilical, la madre que me gestó en su útero de 9 meses. Enraizada en nuestro linaje simbólico, tejiendo su urdimbre de heredades, la madre ancestral que llaman Eva. Indescifrable en el término del tiempo, extraviada en lo más profundo del cosmos, la madre que dio origen al mundo, y que algunos llaman Big Bang, y que otros denominan Dios. Muchas otras madres por nombrar, pero ahora pienso en mi madre Tierra, nuestra Pacha Mama, la que aún nos acoge en su calido útero de siglos. De su vientre, el aire y el agua, líquido amniótico en el que por centurias nos hemos acunado y por el que sentimos la más honda nostalgia cuando viajamos más allá de las fronteras de ese fragmento de paisaje en que se han tejido las más íntimas fibras de nuestras vidas.
Tomo conciencia de la fugacidad del tiempo, hilandería paciente en el perenne tejido del cosmos. También a esta madre Tierra le van pesando los siglos, la noto avejentada al detener mis ojos sobre las más visibles huellas de su rostro. Llena de piercings y de arrugas, rascacielos y ciudades, su piel intervenida va perdiendo lozanía. Cuantos vellos arrancados de su dermis, frondosidad de bosques milenarios trastocados en desierto sobre los que se va haciendo visible, en un vago juego de luces y de sombras difuminadas, la irreversible excoriación de su piel. Las aguas de sus ojos, mar de mares, espejos de la vida, empañados con la impureza de sus lágrimas, lluvia ácida diluida en las fronteras del fuego. Los vestidos raídos de su capa de ozono ya no protegen a mi Pacha Mama de los inclementes castigos de su dios. La furia de Zeus, cual égida de sol, descarga sobre su cuerpo, sin piedad, su implacable rayo ultravioleta. Sufre de fiebres, calenturas y escalofríos mi madre Tierra. En una cascada de frío se deshacen los hilos hielo del blanco de su pelo y en espasmos de volcanes, huracanes y tsunamis su cuerpo se atormenta. Ya se asoma, en el indecible color difuminado de sus venas, la esclerosis, induración que va agotando la vitalidad de los que otrora fueran los ríos de su infancia. Su cuerpo de humores vírgenes, socavado hasta sus más hondas entrañas, se va derrumbando al tiempo que extraen sus más íntimas esencias de metales, oro negro, gleba y piedras.
Envejece esta madre de siglos, Madre Tierra, Pacha Mama, al paso que continúa su viaje sideral por el seno del cosmos, en su lecho de enferma, en el carruaje del tiempo, madre de nuestro más cercano sino.

Mi ciudad tatuada

Mi ciudad tatuada
Por: Félix Londoño G.
(2006, Abril 30). Generación. El Colombiano.

Quise, como se recorre la piel de una mujer, explorar la dermis de mi ciudad buscando reconocer en ella lo más fino y visible de sus huellas. La recorrí, desde sus más finas crenchas hasta la fragilidad de sus talones, en el sopor de una tarde de siesta en que yacía somnolienta, reclinada a lo largo del valle. Me detuve en sus más variados recovecos, mis ojos atentos al asomo del esplendor de sus tatuajes, grafitos de las más diversas formas y tendencias con los que se pinta su cutis de ciudad: tags, stencils, murales o simplemente rayones. Maquillajes variopintos, la mayoría de ellos tinta plasmada al amparo de la oscuridad cuando la joven se engalana de fiesta. Manos alzadas, tiza y pluma entre los dedos que derraman en la oscuridad su baño de cal y tinta en las paredes. La técnica también se hace presente sobre la voz de las murallas. Modernos aerosoles, plantillas sofisticadas, obra planeada, trabajo de taller prefabricado. El mundo editorial se desdobla, y se torna silueta en la periferia, en la dermis de esta ciudad que ya casi no duerme.

Las crenchas pintadas de rayos caen sobre la vecindad de sus hombros. A lo largo de su espalda, la angustia y el Apocalipsis, lo propio de la guerra, brigadas de asalto. Rebeldía interna expresada en explosión de pintura y de palabras. Grafo rudo, aceroso y rígido que se la juega entre la sombra de la hoz, y las intricadas dimensiones del mundo. En sus extremidades, emulando territorios de canes, irreconciliables emociones primarias, viscerales. LxDxS, RXN. Circunscripción espacial que se difumina entre sombras y colores que batallan por un único espacio y anhelo universal, simplemente un lugar para la vida, para la palabra. La paz sigue siendo una espera, una esperanza: “que esta sea la última guerra que vivió la ciudad”, reza, como una sonrisa, este mensaje pintado en los labios de la joven, mientras la danza de un colectivo de hombres y mujeres se me aparecía finamente animado en sus pantorrillas.

Hallé muy pocos tatuajes escondidos en la soledad de sus calles sin salida. Unos cuantos bajo las axilas de sus puentes. Ninguno que lo fuera su diario personal. Aunque te maquilles en la soledad de la noche, te pintas para la mirada voyerista que transita con sus ojos, como dos farolas en apuro, a lo largo y ancho de tu cuerpo de ciudad. Pocas parecen ser las miradas detenidas, pero se mira. A veces con los ojos distantes que dejan grabados, en lo más hondo de nuestra miente, y con la firmeza del estilo, la sublimidad que flota en nuestro inconsciente colectivo. La piel tampoco sabe lo que hay tatuado muy cerca de ella. Los vecinos del tatuaje se tornan ciegos delirantes. ¿Sabes quién te ha pintado tan cerca de tu piel? No lo se, como fantasmas, como por arte de magia, por entre las sombras, aparecen y desaparecen. Cuando vinieron a pintar cerré con pestillo las ventanas de mis ojos. Esa tarde, al otro día, cuando los volví a abrir, ahí estaba la inscripción desnuda ante mis ojos. No, ahí estábamos todos, eran muchas las manos que jugaban a los rayones en las paredes de las canchas, en la periferia de las escuelas. Otro juego más, como lo puede ser el de la pelota en una tarde de jolgorio, como distraerse en el pequeño riachuelo de tinta que fluye a raudales por las venas.

En su frente, justo sobre la línea del centro de sus ojos, mientras miro sus párpados cerrados, leo en letras de molde: "la bruma de la ignorancia cubre los ojos de la verdad". En una suerte de puntillismo siglo veintiuno pude reconocer en su cara varias nubes de pecas y lunares. Pecas que me hicieron recordar a la pelirroja entrañable que alguna vez me regalara sus mejillas blancas pintadas con conglomerados de puntos de oro fino. Lunares por todo el cuerpo. Imaginé la aventura de descubrirlos una y otra vez y contarlos y recontarlos uno a uno hasta tener la certeza de que no falta ninguno. Observé, muy cerca de sus labios, el sensual lunar en su boquita pintada, y, entre sus cejas, el enigmático lunar tornasolado. Jocosos, enigmáticos y hasta apropiados, resultan ser algunos de los tatuajes encontrados junto a sus mejillas pintadas de sonrisa: “Feliz día de la lavadora”, “Lero lero”, y “espere”..., ¿a cuál burro tendríamos que esperar? Tomé así conciencia de cómo la ciudad se regala con mensajes cifrados de enigmas y placeres.

Al final de la tarde, ya culminando mi recorrido, en su vientre, donde se vierten y confluyen las tensiones de su cuerpo, me encontré con su cintura pintada. Los muros de su jardín, alrededor de su cuerpo, totalmente decorados haciendo contraste claro con el verde y con las flores, cada año remozadas. Policromía de imágenes en el ocaso de la tarde, cada dibujo la historia de cada uno de los pálpitos que se allegan desde las fronteras de su cuerpo. Los superhéroes que insisten en volverse sus habitantes permanentes. Sus múltiples sueños de mujer. El zoológico completo transplantado en la pared. Cada rayón, en cada rincón, la vida que se refleja y se retrata, tal como siente y sueña ser, con su joven cuerpo de mujer, mi ciudad tatuada.